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viernes, 2 de septiembre de 2016

RUSALKA Nikolai Andrieivich Postélnikov

Rusalka
Memorias humanas y sobrehumanas de la revolución de 1917,
por Nikolai Andrieivich Postélnikov

Rusalka, imagen de Internet 


Soy ruso. Abandoné mi país hace cuarenta años, tras desertar del ejército del que hasta hacía poco era oficial, con el fin de poner a salvo mi vida y eludir mi más que probable ejecución. No he podido volver. Desconozco el paradero y el estado en que se encuentran los familiares que dejé. Evidentemente mis padres habrán muerto. Murieron sin saber de mí. ¡Pobres míos, cuánto habrán sufrido! En cuanto al resto de mi familia, en vano he intentado hacer averiguaciones. Temo lo peor.


No soy político ni historiador, pero me veo obligado a relatar desde el punto de vista de un testigo directo los hechos que desencadenaron una revolución primero y una cruenta guerra civil después, hechos que fueron determinantes de la situación en que nos encontrábamos mi compañero y yo, y que nos forzaron a huir a través de la grandeza de los bosques rusos y de la miseria de los campesinos que encontramos en nuestro camino, en dirección a una promesa de salvación tras cruzar el Mar Negro con un destino prácticamente incierto.

Revolución rusa. Imagen de Internet

Recuerdo con extraordinaria nitidez todo lo sucedido en aquellos días, la nitidez propia de los recuerdos, muchos de ellos supuestamente olvidados, que acuden a la mente de un anciano. Sin embargo viví aquellos días como envuelto en un ensueño, en una bruma que tal vez constituyese una especie de protección que uno mismo confecciona frente a la atroz realidad que le envuelve. Puedo decir que prácticamente desperté un día muy lejos de mi patria y de los peligros que me acecharon.

Cuando estalló la revolución nadie la esperaba, ni siquiera aquellos que posteriormente se adjudicaron el mérito de haberla protagonizado. Por aquel entonces yo era oficial del ejército zarista destinado junto con un modesto destacamento en la ciudad de Belgorod, a unas ochocientas verstas al sur de Moscú. Allí conocí a Iván Ivánovich Nelidovsky, que era mi inmediato superior. Ambos procedíamos de la provincia de Krasnodar. Yo de la misma capital y él de Novorosíisk, ciudad costera del Mar Negro. Iván, de carácter algo arisco y retraído, no gozaba de excesiva popularidad.

Oí que años atrás perdió a su prometida en un accidente de caballo y que desde entonces no había vuelto a ser el mismo. Comprendí su tragedia y mi trato para con él fue, de resultas, más benévolo. Tal vez por eso llegó a tomarme cariño y llegamos poco a poco a convertirnos en inseparables.

La marcha del país iba de mal en peor. A la nefasta política del zarismo se unió la guerra contra Japón, en la que Iván había luchado antes de ser destinado a Belgorod.

Nosotros, los de las familias nobles y ricas, no nos dimos cuenta de la situación hasta el último momento. Éramos por completo ajenos al hambre del pueblo, sobre todo de los campesinos, abrumadora mayoría. Cierto es que habían dejado de ser siervos de sus señores hacía tiempo, pero también es verdad que en la práctica eso supuso poco para su bienestar. Rusia era un gigantesco latifundio feudal, en el que los campesinos gemían de hambre y opresión. En las ciudades la cosa no funcionaba mejor. Cada día cerraban más fábricas y miles de obreros iban al paro. Nosotros desconocíamos la desesperación que debieron de sentir aquellos hombres y mujeres que un mal día se encontraron con que no tenían nada que llevar a casa. Pero de todo esto me hice consciente después. Una pacífica manifestación de familias trabajadoras, encabezada por el pope y enarbolando iconos, se echó a las calles de Petrogrado (hoy San Petersburgo) para suplicar la mejora de sus miserables condiciones de vida y el cese de la guerra. Pero los soldados recibieron orden de responder con fuego a las súplicas de aquellos miles de desgraciados que jamás habían cuestionado la autoridad del zar. Aquel día sería recordado por siempre con el expresivo nombre de "domingo sangriento". Desde entonces se abrió un abismo insalvable entre el poder y el pueblo. Un amago de revolución fue aplastado con contundencia en 1905.
Revolución de octubre Imagen de Internet

Para colmo de penalidades, unos años después, en 1914, estalló la Gran Guerra y Rusia entró de lleno en ella sobreestimando su capacidad. Alemania nos declaró la guerra. Ellos estaban infinitamente mejor preparados que nosotros: nuestro ejército era menos potente y disciplinado; nuestras comunicaciones dejaban mucho que desear. Tras un año de guerra el ejército cosechó derrota tras derrota. Era una carnicería. La moral de las tropas estaba por los suelos, y las deserciones se contaban por miles. Los prófugos se constituían en bandas que asaltaban las isbas de los pobres campesinos y cometían toda clase de infamias contra ellos y sus familias. Se oía que varios oficiales habían sido muertos por sus propios soldados, que se negaban a seguir obedeciendo.

El caos llegó a su punto culminante cuando el zar Nicolás, en contra de la opinión de sus consejeros, dejó Petrogrado para ponerse al frente de los ejércitos. Si su política social había sido un desastre, su labor al frente de la tropa fue devastadora. Desastres en la guerra y desastres en la política, pues los asuntos de Estado habían quedado en manos de la zarina, neurótica y rabiosa absolutista, dominada por el "monje siniestro".

Nicolás II, la zarina y zarevich. Imagen de Internet


Pero de muchas de estas cosas no me enteré sino después. Por aquel entonces las noticias nos llegaban tarde y distorsionadas. Nunca estábamos seguros de cuándo algo era cierto y cuándo era rumor. Un día, en 1917, llegó la nueva de que había estallado la revolución. Los militares, que en un principio fueron el instrumento para reprimir la insurrección, confraternizaron con el pueblo y las guarniciones se amotinaron. Días después el zar se vio obligado a abdicar y a abandonar Petrogrado. Se constituyó un gobierno provisional que no consiguió frenar el caos ni traer paz ni bienestar a los rusos.

Rasputín. Imagen de Internet


A nuestro destacamento llegaban noticias y órdenes contradictorias. Se constituyó el soviet de soldados obedeciendo al gobierno provisional. Soldados rasos y antiguos oficiales entrábamos a formar parte del soviet y las decisiones se tomaban por mayoría.

La situación era completamente insólita.
La situación se fue degradando hasta que en octubre tuvo lugar la segunda revolución. Los bolcheviques, facción de un partido con el agitador Ulianov, que se hacía llamar Lenin, a la cabeza, perpetraron un golpe de estado y derrocaron al gobierno provisional. Bajo las consignas de paz, pan y trabajo se ganaron a buena parte del pueblo. Su idea inicial, que nunca se llevó a cabo, era otorgar todo el poder a los soviets de obreros, campesinos y soldados. Pero con Alemania atacando por un frente, las antiguas naciones aliadas ahora en contra de los bolcheviques y ejércitos "blancos" luchando aquí y allá por restablecer el antiguo orden, Lenin y los suyos concentraron todo el poder y se constituyeron en Comisarios del Pueblo. Se firmó la paz con Alemania, que algunos consideraron inadmisible, pues hubo que ceder territorios que jamás se recuperaron. Sin embargo estalló la guerra civil, alentada por los antiguos aliados, cuyas tropas apoyaban a los generales que querían restablecer el antiguo gobierno, y llegaron a penetrar en nuestro país para derrocar a los bolcheviques y forzar así a Rusia a volver a la guerra contra Alemania.

Así las cosas, para mantener el seguro el gobierno revolucionario, se instauró el terror como medida oficial. Las promesas iniciales de justicia social se fueron al traste.


Se eliminaron definitivamente las  graduaciones en el ejército: todos éramos igualmente soldados y todos compartíamos las faenas de las que antes se ocupaba sólo la soldadesca. ¡Qué desaires hubimos de soportar por parte de nuestros antiguos subordinados, qué insultos! Se constituyó el Ejército Rojo y se nos dio orden de integrarnos en él, bajo pena de muerte. Ésta había sido abolida en un arranque entusiasta, pero esta abolición duró tan sólo tres meses. Se daba libertad para fusilar sobre el terreno, sin juicio previo, a ladrones, desertores y traidores. Esta orden fue el detonante de un terror sin precedentes. Cualquier denuncia o sospecha, fundadas o no, eran más que suficientes para fusilar de forma indiscriminada. El monstruo de la venganza que se esconde detrás de toda revolución no había despertado todavía. Pero muertas definitivamente las buenas intenciones de los Comisarios del Pueblo el monstruo se reveló con todo su horror y toda su crueldad. Pronto comenzaron las purgas. Familias nobles hubieron de ver a los bolcheviques arrancarles de sus propias casas para ser sumariamente ejecutados algunos o todos sus miembros. Miles de seres humanos fueron eliminados sin miramientos, reos de conspiración. La paranoia colectiva veía conspiradores por todas partes. Los soldados descargaban su frustración y su rabia contra sus antiguos oficiales. Se desató el odio contra todo lo que recordaba al antiguo sistema zarista. Quienes tuvieron suerte fueron fusilados. Otros fueron cruelmente linchados, como aquellos cincuenta oficiales de la marina del Mar Negro, que en Sebastopol fueron arrojados a la bahía, en la impunidad de la noche, con los pies atados a planchas de hierro y piedras. Iván y yo pertenecíamos a la casta doblemente maldita de los oficiales procedentes de familias nobles. Asistíamos con desesperación a cada noticia de ejecuciones y purgas, pues la llegada de nuestro turno era cuestión de tiempo.

Y de esta situación enloquecedora, en la que el frío mordía nuestras carnes y el hambre nuestros estómagos, es donde comienza verdaderamente mi increíble historia.

Un día Iván me tomó aparte sigilosamente y me hizo una confesión.
—Lo tengo todo preparado —me dijo—. Pasado mañana, si vivimos para verlo, saldremos furtivamente en la noche. He conseguido ropas de paisano, fusiles, munición... Nos llevaremos dos caballos y hasta un burro de carga. Partiremos al abrigo de la noche en dirección al Mar Negro. En Novorosíisk tengo conocidos que nos facilitarán los medios para cruzar el Mar Negro y alcanzar Turquía, y de allí, Europa.
— ¡Pero es una locura! — le contesté aterrado.— Es noviembre. Si no nos mata el frío lo harán los bolcheviques que encontremos en el camino, o los ejércitos blancos que atacan desde Ucrania, por no hablar de los bandidos sanguinarios que infestan los campos y los bosques.

— ¡No estoy pidiendo tu opinión, Nikolai Andrieivich! ¡Es una orden! No voy a dejar que me atrapen aquí como a una rata, de eso puedes estar seguro. Si he de morir será con el enemigo de frente y empuñando un fusil. Y tú vendrás conmigo, de grado o a la fuerza.

Ignoro en qué forma consiguió mapas, brújulas, palas para la nieve, provisiones, munición, tiendas de campaña... todo lo necesario para nuestro viaje y que fue sustraído, al parecer, poco a poco y desde hacía algún tiempo. Dado el caos reinante no fue advertido el robo, cuyo botín fue ocultado cuidadosamente bajo una enorme pila de leña. El caso es que llegado el día burlamos la guardia ebria de vodka y, con animales hurtados de las cuadras, abandonamos el acuartelamiento con destino al Mar Negro.

Toda aquella noche avanzamos sin parar. Iván lo tenía todo calculado. Lucía una espléndida luna llena que hacía brillar la nieve y que iluminaba nuestra marcha. Para cuando se descubriese nuestra falta ya no podrían alcanzarnos. Antes de partir procuramos averiar seriamente todos los aparatos de radio para que nuestra huida no pudiera ser comunicada al menos en varios días. Esa misma noche penetramos en territorio ucraniano. La posibilidad de topar con ejércitos rojos o blancos era muy elevada, pero nada ocurrió.

Mientras duró la luna llena avanzábamos de noche y descansábamos de día, por turnos ocultos en el bosque. ¡Qué largas las horas de vigilia, junto al fuego! Horas de vodka para poder conservar el calor, pero no tanto como para caer vencidos por el sueño y el alcohol. Envueltos en pieles, en torno a la hoguera, con la espalda helada, velábamos atentos al menor ruido, temerosos siempre de que el humo delatase nuestra posición. Poco a poco comenzamos a avanzar de día y dormir de noche, lo cual hacía más aterradoras las vigilias, por el frío. Avanzábamos entre veinte y treinta verstas diarias, según lo abrupto del terreno. Nuestro burro de carga, al que jocosamente bautizamos como Lenin, se portaba como un héroe procurando casi siempre seguir el ritmo, y eso a pesar de que nuestro avance era en extremo penoso, por entre bosques y barrancos.

Muchas veces nos cruzamos con cabañas de campesinos. Toda la familia huía y el padre nos retaba adustamente al tomarnos por bandidos. Sin hacer caso pasábamos de largo. Tuve entonces la ocasión de comprobar la miseria en la que se encontraban tales gentes. Nunca fui militar de vocación, sino más bien por imposición familiar. Mi alma, sin embargo, era de poeta. Y como tal tenía en mi mente una imagen idealizada del campesino, tomada directamente de la literatura romántica alemana y francesa, mezclada con una especie de repugnancia de clase por el "sucio pueblo ruso". Nunca caí en la cuenta de que ambas concepciones eran antitéticas. Pero el idealismo cayó estrepitosamente y el rechazo se trocó en lástima y confraternización al enfrentarme a la descarnada realidad del campesino ruso.

Iván parecía conocer el terreno palmo a palmo, pues cruzamos ríos y riachuelos y, a pesar de evitar los caminos despejados de común tránsito, siempre dábamos con algún puente o vado que nos permitía salvar el obstáculo.

—Cuando lleguemos a las cercanías de Rostov —me dijo— buscaremos a Rustam Saltyk, un oficial cosaco retirado que combatió junto a mí contra los japoneses. Él nos guiará por la maraña de pantanos, bosques y corrientes en las que se ramifica el Kubán entre Rostov y Krasnodar. Nadie como él conoce esos parajes, pero hasta entonces puedes confiar en mí como guía.

Noté que el humor de Iván iba tornándose más retraído según avanzábamos hacia el sur. No solía decir apenas palabra. Al cabo me di cuenta de que nos dirigíamos a nuestras comarcas de origen, y tal cosa debía de traerle malos recuerdos, sin duda.

La caza, que en tiempo de bonanza fue uno de nuestros deportes, se reveló ahora como medio imprescindible de supervivencia. ¡Cómo ignorábamos en los buenos tiempos que nuestro pasatiempo iba a sernos de vital importancia en el futuro! Siempre que podíamos, y con todas las precauciones, abatíamos alguna pieza grande, temerosos de delatarnos por los disparos. Pero cuando no se cruzaba en nuestro punto de mira ningún animal grande habíamos de recurrir a los humildes conejos. ¡Cazar conejos con munición militar! Cuando los abatíamos recogíamos lo que quedaba de ellos y preparábamos el asado.

Un día topamos con una patrulla. Nos habíamos perdido y anduvimos en círculo hasta llegar al punto en el que habíamos perdido la pista, pero entonces descubrimos junto a nuestras huellas las de otros hombres que nos seguían. Les tendimos una emboscada y caímos sobre ellos. Rusos abriendo fuego a sangre fría contra rusos, hermanos contra hermanos. Eran cinco bolcheviques. Los enterramos en la nieve tras despojarlos de todo lo que nos pudiera ser útil. Si en el momento de escondernos Lenin hubiera hecho el menor ruido nos habría delatado, pero gracias a Dios y por desgracia para los cinco hombres no fue así.

En otra ocasión intercambiamos disparos con bandidos, que trataron de sorprendernos sin conseguirlo. Iván se había adelantado para explorar, como otras veces, cuando volvió a mi lado bastante alarmado. Había descubierto una partida de bandidos que nos esperaban en un paso. Lo peor era que había que atravesar por allí necesariamente. Dar un rodeo estaba descartado, pues la nieve a esas alturas del año hacía impracticable cualquier ruta alternativa. Así que no tuvimos más remedio que enfrentarnos a ellos, pero con la ventaja de saber que estaban allí, esperándonos. Eran al menos ocho contra nosotros dos. Varias veces trataron de rodearnos y otras tantas rompimos el cerco. Nuestros estudios de estrategia nos resultaron de un valor incalculable. Volvimos a ser soldados, siquiera por un día. Abatimos tal vez a cuatro de ellos y los demás huyeron.

Así seguimos avanzando sin novedad. Llegamos una tarde a las cercanías de Krasniy Krym, una aldea cercana a Rostov. Esperamos en los bosques a que se hiciese de noche y entonces Iván salió en busca de la cabaña del cosaco Rustam Saltyk. Al cabo de una hora regresaron los dos. Saltyk me abrazó con efusividad, como amigo de su amigo, y levantamos el campamento para ir furtivamente a la isba del cosaco.

¡No hay palabras para describir el placer que proporciona pasar la noche a resguardo junto al fuego y con una familia acogedora, después de quince días de marcha y temperaturas bajo cero! Sólo lo sabe de cierto el que lo ha experimentado. La rústica aunque abundante cena nos supo mejor que los manjares más exquisitos que degustáramos en el pasado en los palacios de nuestras aristocráticas amistades. Tenía doble valor debido a la escasez reinante. El cosaco hizo gala de toda su hospitalidad.

Cuando Iván se hubo retirado a descansar yo me quedé hablando con nuestro anfitrión, y entonces supe el porqué de todas aquellas atenciones. En la guerra contra Japón Iván le había salvado de caer bajo la bayoneta enemiga. En el suelo y desarmado esperaba el golpe fatal cuando acudió Iván en su rescate justo a tiempo. Eso es algo que un cosaco no olvida, y no dudé de que Rustam Saltyk fuese capaz de dar hasta la vida por el hombre que le salvó un día.

¿Y qué diré del lecho? Me pareció que el colchón sobre el que descansé y las mantas que me abrigaron estaban confeccionados con plumas de ángeles.

Al amanecer nos dispusimos a partir. Saltyk se despidió de su mujer y encomendó el cuidado de la casa a su hijo mayor. Una vez preparado todo y después del desayuno, nos pusimos de nuevo en marcha. Durante un rato en que pude hablar con Iván a solas de su amistad con el cosaco, escuché su versión.

—Cargamos sobre las trincheras Japonesas –me contó—. La lucha fue feroz, una carnicería. No se sabía cómo acabaría todo ni de qué bando se inclinaría la fortuna.

Entonces vi el valor y el coraje en su esencia más pura. Nunca tuve buen concepto de los cosacos, pero cuando vi a Saltyk caído y desarmado, con una expresión feroz, retando aún al enemigo que alzaba la bayoneta para acabar con su vida, mi admiración fue profunda. De un certero disparo volé la cabeza del soldado japonés, no sólo para salvar a un aliado, sino porque me pareció en ese momento que sería una gran lástima que tanto valor se perdiese. Ayudé al cosaco a levantarse y le proporcioné caballo. En ese momento no me dijo palabra, pero jamás olvidaré su mirada de agradecimiento.

A partir de entonces nuestra marcha fue más alegre, para mí al menos. Saltyk y yo charlábamos animadamente, pero Iván seguía sumergido en su mutismo. Solía adelantarse a nosotros como buscando soledad. El cosaco me preguntó acerca de su actitud.

—Nunca fue un alegre parlanchín —me dijo—, pero me pregunto qué es lo que le ocurre.
—No lo tomes a mal —le expliqué—. Nos dirigimos hacia las tierras de su juventud. Allí perdió a su prometida en un accidente, cuando se le desbocó el caballo.

Al parecer la amaba profundamente, y no creo que pasar por allí de nuevo le vaya a traer gratos recuerdos.

Durante toda la travesía me preguntaba cómo haríamos para cruzar el río Don, pues sin duda sus puentes estarían controlados. Desde un otero divisamos su desembocadura, el punto donde la amplia corriente venía a entregar mansamente sus aguas al mar de Azov. Pronto se desveló para mí el misterio. Al abrigo de la noche, un amigo de Saltyk nos cruzó en su balsa. ¡Bendita amistad en un tiempo en que el hombre era, más que nunca, el lobo para el hombre, citando al filósofo! No hay nada que revele más la nobleza o la vileza de un ser humano que la calidad de los amigos que posee. Muy a favor hablan de un hombre las amistades que están dispuestas a jugarse hasta la vida por él.

No recuerdo cómo vino a dar la conversación en tales temas, pero disfruté mucho mientras Saltyk me relataba cuentos y creencias populares. ¡Qué lejos quedaban las intrigas humanas y la guerra! Entre el imponente paisaje y los relatos del cosaco, me pareció que la guerra y la revolución eran repugnantes tumores que habían brotado en mi patria, y que la verdadera Rusia estaba representada en las creencias de sus gentes y en la majestad de su naturaleza.

—Mi abuelo me contó que su abuelo vio en el bosque al leshii —comenzó a relatar Saltyk.
— ¿De verdad?
—Sí señor. Lo vio como un hombre peludo, de pies a cabeza, con cara de viejo malvado. Antiguamente se intentaba tener al leshii contento, pues podía volverse muy peligroso.
— ¡Supersticiones de los ignorantes! —bramó Iván.
Saltyk y yo nos miramos sin comprender tal reacción por su parte.
—No le hagas caso y cuéntame más.
—En mi familia se cuidaba mucho de no ofender al domovoi. Se dice que es como un hombrecito muy pequeño y peludo. Es el espíritu protector de la casa y vive en la estufa.
— ¿Y no se quema?
—No, hombre, porque es un espíritu —dijo el cosaco rizándose su gran mostacho con los dedos—. Mi madre siempre me prevenía contra los espíritus de los ríos y las charcas. Cada vez que se construía un molino se sacrificaba un animal y se le echaba al río, pues el vodyanoi, que vive debajo del agua, reclama una vida cada vez que se construye un nuevo molino, y sacrificando un animal los hombres se aseguraban de que el vodyanoi no se llevara una vida humana. Mi abuela nos recomendaba siempre santiguarnos antes de entrar en el río, por si el vodyanoi intentaba ahogarnos.

Iván se revolvía en su montura. Parecía no soportar el oír hablar de las creencias populares. Su actitud me parecía desproporcionada, pero alguna razón había de tener.

—También se decía —continuó Saltyk— que las rusalkas eran los espíritus de muchachas que se habían ahogado antes de contraer matrimonio. Quedaban atadas al lugar en el que murieron y se decía que atraían a los mozos con sus cantos para ahogarlos en el río...


Llegado este punto Iván no pudo más, y nos dijo de manera bastante grosera que dejásemos de hablar de semejantes tonterías. Dicho esto trotó para adelantarse aún más.

A pesar de todo Saltyk me contó, en voz baja, varias historias de la bruja Baba Yaga, entre ellas la de Vasilisa y la bruja. Unas ya las conocía y otras no.

Así transcurrió nuestro viaje. Cada vez nos acercábamos más al delta del río Kubán.

Cruzamos innumerables riachuelos. No volvimos a hablar de tradiciones ni creencias populares, pero Iván seguía nervioso. A menudo se giraba en su montura como para oír en la lejanía.

— ¿No habéis oído algo? —nos preguntaba a veces.
—No, nada extraño.

Una noche, en torno al fuego, Iván apenas cenó nada. Estaba muy pálido y nervioso. Se revolvía en su asiento y miraba frecuentemente hacia la oscuridad.

— ¿Qué te pasa? —le preguntamos.
Rehusó contestarnos, pero ante nuestra insistencia, confesó que llevaba todo el día oyendo una voz que le llamaba por su nombre. Nos costó convencerle de que nosotros no oíamos tal voz.

—Estás cansado —dijo Saltyk—, tal vez enfermo. Vete a dormir. Nosotros haremos tu turno de guardia, ¿verdad, Kolya?
—Claro que sí —dije yo—. Toma una taza de té caliente y vete a descansar. No te preocupes por nada.

Saltyk y yo quedamos preocupados. Estábamos llegando a la última etapa de nuestro viaje hacia Novorosíisk, y no era momento oportuno para que ninguno de nosotros cayese enfermo.

Al día siguiente Iván se levantó mucho mejor, pero a lo largo del trayecto su humor fue empeorando. De nuevo miraba receloso alrededor. Nos daba la impresión de que volvía a oír voces. El día estaba nublado y brumoso. Un pesado silencio imperaba en la región. No se oía el canto de ningún pájaro, no se movía el aire. Poco a poco fuimos internándonos en una comarca dominada por los pantanos, que íbamos dejando a nuestra derecha. Estábamos acercándonos al delta del río Kubán. ¡Qué doloroso me resultó pasar a hurtadillas tan cerca de mi Krasnodar natal y no poder ir a dar noticias de mi persona a mi familia, a mis padres y hermanos, y a recibirlas de ellos! Pero haber hecho tal cosa hubiera significado mi perdición, y lo sabía muy bien.

Sumido en mis tristes meditaciones no imaginé que ese día iba a ser testigo de algo sobrenatural y doloroso. Nos habíamos visto obligados a internarnos en zona pantanosa para avanzar a cubierto. Sin embargo no nos habíamos internado tanto como para que resultase peligroso. Pues aquellos pantanos, al parecer, eran muy traicioneros y muchas incautos de las aldeas cercanas habían acabado siendo víctimas de sus aguas estancadas y sus trampas de arena.

Rusalka. Imagen de Internet.


En ese momento Iván detuvo bruscamente su cabalgadura. Miró en torno y clavó la mirada en una zona concreta entre la maleza. Su gesto se tornó desencajado. Saltyk y yo miramos en esa dirección y vimos que casi oculta por un árbol nos observaba una muchacha de blancura espectral. Su larga cabellera negra caía mojada sobre sus hombros. Sus labios y ojos presentaban un tinte amoratado. Cubría su cuerpo una fina gasa, o mejor dicho una especie de neblina que conformaba algo así como una delgada vestidura.
— ¡Nina! —exclamó Iván totalmente fuera de sí.
La muchacha dio media vuelta y desapareció entre la vegetación pantanosa. Iván dirigió su caballo en aquella dirección gritando como un loco.
— ¡Espérame, Nina! ¡No te vayas! ¡No me dejes otra vez!
Saltyk le gritó para advertirle.
— ¡No, Iván! ¡Es una rusalka! ¡Déjala ir! ¡Será tu perdición!

Pero Iván no atendía a razones. Picó espuelas hacia donde había desaparecido la muchacha. Internarse de esa manera en los pantanos era muy peligroso, probablemente mortal. Intenté detenerle pero era tarde. Saltyk me hizo detenerme, pues temía que yo también me perdiese detrás de él. Iván desapareció cabalgando entre la vegetación.

Seguimos gritándole que volviera, pero no nos oyó o no quiso hacernos caso. Al poco sus gritos se amortiguaron por la distancia hasta que dejamos de oírle. Saltyk se quitó su grueso gorro de astrakán.
—Recemos una oración por el alma de Iván y por la de su prometida. Ahora sabemos cómo fue el accidente en el que murió. Su caballo desbocado probablemente la llevó a morir al pantano. Dios se apiade de ellos.

Aquellas frases se clavaron en mi corazón y todavía hoy me conmueven en lo más hondo. Lloré por Iván, y por mí mismo, pues con lo que acababa de presenciar se derrumbaba parte del mundo que me era supuestamente conocido. Esperamos allí muchas horas, pero Iván no regresó. A duras penas conseguí sobreponerme y continuar el viaje. Llegamos a las afueras de Novorosíisk y Saltyk se encargó de buscar a los conocidos de Iván para que me facilitasen la huida, mientras yo permanecía oculto. Iván me había proporcionado un papel con su dirección y una carta de presentación para ellos en caso de que a él le pasara algo para que al menos yo pudiese huir. Jamás pensé que la necesitaría.

No voy a alargar el relato, pues lo esencial ha sido ya contado. Tan sólo decir que la despedida fue muy emotiva.
— ¿No has pensado en abandonar Rusia con tu familia? —pregunté a Saltyk.
— ¿Irme yo? Nada de eso. ¿Un cosaco en una ciudad? Eso es un adefesio. Mi lugar está en mi tierra, rodeado de los de mi raza. Vete, Kolya, y sé feliz.

No volví a verlo ni a saber de él. Oí que muchos cosacos de la zona en que él vivía se opusieron a las fuerzas gubernamentales cuando Stalin colectivizó sus tierras.


Muchos murieron o fueron deportados a Siberia. Quiero creer que él no terminó así.

Di muchos tumbos hasta llegar a París, donde pude malvivir con un modesto oficio.


Al final me casé y formé una familia. Hoy puedo, gracias a Dios, educar a mis nietos en el amor a la tradición y en el respeto a la dignidad y a las creencias del pueblo, y sobre todo a nunca, nunca menospreciarlas, pues ¿qué sabemos los "civilizados", creadores de miseria, guerra y revolución, acerca de los secretos que guardan en su seno los campos y los bosques, los ríos y los pantanos, que tan bien conocían los abuelos de nuestros abuelos?


Tomado del libro. Relatos Inverosímiles
Copyright 2014 Marco Antonio Cupido Naranjo




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